noviembre y 2008
José Luis Omaña
Dicen que cuando el miche está en su punto es porque Elena le ha puesto huevo. Aunque la querida de Menelao y de Paris no se sienta a gusto con ninguno de los dos. Pues Paris ni con miche se levanta y Menelao sufre de ondulaciones oblicuas. Además, como los alambiques troyanos no son los mejores, la pobre tiene que dividir sus necesidades; escapada y hermética, busca sus cachicameros entre las cosas de Aquiles y luego se los bebe con el preferido de Afrodita, el niñito bello e impotente. Pero como la cosa casi nunca le resulta, termina entonces disfrazada de gitana en algún barcito de Ilión, arrimándose a alguno de esos bestias que mueve el alambique con soltura y que en las noches no gime como perrito sino como jabalí.
En uno de los cuadros preferidos del maestro valencianopastoreño, uno siente la presencia del alambique en la mirada extasiada de la niña Lastenia. Sus abstinencias de señorita, dicen, terminaron cuando el pintor la adoptó. Esa mirada es la de quien se ha hecho conocedora de los secretos del brebaje andino. Por un troncón familiar insospechado, a doña Lastenia este conocimiento se le hacía fácil. Para comprobarlo basta con hacer un estudio comparativo de las fotos del pintor antes y después de su primera llegada de Europa. Hasta 1882 su rostro es el de un jovenzuelo gozón. Tardes al piano rozándole la nuca a Rojas, sombrilla gigantona china en su cuartucho parisino para aguantar las recaídas nocturnas. Vida de gánster latinoamericano pompier que termina en 1892 con borrachera sentimental y con la cabeza en las faldas de la conocedora de los secretos del alambique. Después lo vemos en las fotografías y en los retratos con la mirada más desviada que nunca y pintando a Lastenia como si fuese un mocito gallego recién llegado de la metrópoli.
En Caracas conozco a un pintor que acaba de dar su último brochazo. El resultado es un liencillo mediocre que se llama “Niña con perro”, en homenaje a Habacuc Vargas y al maestro pompier. El liencillo es en verdad un políptico con pretensiones cinematográficas. Vemos en uno de los recuadros a una niñita solitaria entrando en una exposición de comida para perros. La niñita está perdida entre el tumulto de la feria. En otro recuadro vemos a la niña entrar en un cuarto blanco que dice: “eres lo que lees”, o algo así. Unas luces están encendidas y dan la sensación de que la niña no tiene escapatoria. En el último de los lienzos precisamos el mismo cuarto sin la niña y con tres perrotes reunidos tumultuosamente en el lugar donde se hallaba la pequeña.
Mi amigo me ha dicho que a esta obra la quiere especialmente por su rigidez espiritual, porque reivindica a la especie perruna frente a lo de Habacuc. Una ofrenda, una expiación, diríamos.
A Elena, a quien le iba muy mal en lo suyo, la encontramos ahora indecisa. Paris, el representante del poder sitiado, le promete el trono de su padre y los dones de la diosa del amor (que, como vimos, lo desviste pero no lo deja sudar). Es el bobalicón cansado del poder central que procura la pervivencia de su territorio simbólico. Elena es ese territorio, el cuerpo que no puede recorrer. Menelao, en cambio, es el poder institucional, el grande hombre, la oficialidad. Pero como representa al trono establecido, y los años le abruman sus curvaturas fálicas, Elena se horroriza por su futuro. Decide entonces recurrir al miche, pero esta vez lo ingiere ella misma a ver si alguna manía se le pega.
Nadie ha dicho que, en ciertas noches, Lastenia le pegaba al maestro. Sí, después de encerrarlo durante un mes pintando para ella, descuidando el maestro sus encargos oficiales, le daba palmaditas en la espalda para calmar su tos tuberculosa. Luego le hacía beber un vaso entero de miche preparado, con la excusa de remedios y curanderías, para que, más tranquilo, siguiera trazando los plieguillos claroscuros de su vestido de novia. A tanto llegó esta absurda situación, que el maestro se vio empujado por el alcohol a confeccionar él mismo el encaje de ese vestido. Todavía se puede apreciar en esta pieza, resguardada por el Estado, cierto nerviosismo y ansiedad contenida en el trazo de las iniciales de los comprometidos. Sin embargo, y a pesar de su constante estado de embriaguez, el maestro podía recibir a Crespo con tres rayones que a los ojos del mandatario parecían trazos sublimes. Claro, lo que nadie cuenta es que, en la recepción de su casa en La Pastora, Lastenia saludaba al General con un michecito en nombre del maestro y para celebrar con el excelentísimo sus secretos familiares.
Mi amigo el pintor no se decide. ¿A dónde voy a enviar mi cuadrito, a cuál de los dos salones? Le digo que no se preocupe que los dos son una mierda y que a ninguno le interesa el arte (cosa comprensible). También le aclaro que está bien jodido pero que ahora han creado un tercer salón al que para entrar te hacen preguntitas como: “¿a quién pertenece un salón, a los artistas o a los curadores?, ¿se han convertido los salones en monstruos incomprensibles?, ¿satisfacen a los artistas y al público?, ¿hay un agotamiento de los salones?”. ¡Vaya perspicacia!
Los organizadores de esta tercera vía argumentan que como la vara está rota mejor la rompemos un poco más. Le digo que puede guindarse de esta línea argumentativa para exhibir sus mediocridades. He oído decir que, a falta de quorum, los organizadores son capaces hasta de ponerse a inventar artistas. Pero lo cumbre es que, entre esta gente sin oficio, más de uno juega a lo de ser artista con ganas, y esto sí que da gusto. Manda tu cuadrito pa-llá, insisto, a lo mejor hasta terminas premiado.
Mas mi querido amigo no se deja convencer. Un tercer Michelena le parece una ridiculez. Sólo puede haber dos, el de antes de 1892 y el que vemos entre los Teques y Caracas hasta 1898.
En Ilión los alambiqueros se fastidian. Están cansados del encierro y de las mismas mujeres, así que Elena disfrazada no encuentra su tranquilidad en esos hombrones hastiados de su cuerpo. Y como los griegos no le gustan, salvo el juguetón Aquiles que sólo se divierte armado y con Patroclo, no le queda más remedio que acudir a los fenicios o a los persas. Pero si los primeros son demasiado letrados como para sostenerle la piel aceitosa a una mujer, los segundos son tan bestias como Menelao. Solución, arrancarse con algún Cervantes para América a probar suerte. Pero como a todos los Cervantes el barco los deja, termina ella sola y en medio del Atlántico. La cervantina compañía le habría ahorrado ensoñaciones innecesarias. Sin embargo, allí va, en alta mar y con calentones que le recuerdan el oficialismo de Menelao y la promesa de futuridad parisina.
París le traía otro tipo de recuerdos. Años antes de zarpar se había detenido en la cité de la Exposición Universal del 86, y para sobrevivir se había hecho modelo. Dicen que enamoró a un mozuelo venezolano después de jugar al trío con él y con su mejor amigo, otro joven pintor, pero que el mozuelo la prefirió a ella y ella, en cambio, prefirió el mar. Por eso ahora la vemos entre dos tierras, varada en el justo medio del medio.
Los especialistas insisten en que Michelena era un juste milieu, es decir, un niní, un andrógino estético o un travesti artístico. Dicen esto sin comprender el alcance de semejante verdad comprobada. Ese alcance lo vemos nosotros en las obras de sus últimos años, casi todas inconclusas, indefinidas desde un punto de vista técnico, con reminiscencias pompier y aspiraciones modernistas. Estudiosas como Susan Richard plantean que esas obras son el legado más interesante del pintor. Pero lo que Richard ni ningún sesudo sabe es que, en verdad, son producto del miche libado por la tierna Lastenia. Como la princesita del pintor no tenía ni un pelo de tonta, y a sabiendas del tremendo despecho parisino que nunca abandonó al maestro, supo que podría cosechar en pocos años el fruto de su venganza. ¿Cuánto tiempo duró vivo el pintor entre sus brazos? Nada, en comparación con las numerosas obras que le dejaría a la viuda –piezas ya para entonces muy bien valoradas en el mercado oficial. Así Lastenia, que a su edad ya sabía tejer, fermentaba el miche con bacterias amazónicas. Por eso es que mientras Michelena pintaba también moría. Y allí vemos a la viuda, después de que el finado sacudió sus polvos, apurándose para firmar cuanto cuadro se encontraba malparado en su casa. De todo esto, el maestro no sospechó ni un tilín (de ahí nuestra deuda histórica con esta Circe criolla). El miche había mantenido al pintor en un estado volitivo nulo, indeciso, de allí el juste milieu del que hablan los historiadores.
Un retrato de Lastenia entrada en años todavía revela en ella un aire a la vez como humilde e imperial, como de quien, por debajito y cual Rebeca, supo torcer el destino a su favor. La vemos en esa imagen con la sospechosa expresión de viuda buena, de viejita inocente, pero a sus espaldas distinguimos un lienzo del maestro sobre el que ella ha estampado su firma, en un claro y justo ejercicio de superposición autoral.
Como guiado por su instinto natural, mi amigo decide duplicar su cuadrito para participar en los dos salones. Al tercero no manda nada, dice, porque le parece un evento muy poco serio. Subraya, con vehemencia, que es como si además de aqueos y troyanos hubiese existido una tercera tribu que se disputara la mirada de los dioses. Pero yo le digo que las cosas son sombrías, y que como ejemplo ahí tiene a Elena, la indecisa, que, como él, prefiere hacerle el juego a los dos bandos: un rato con los desplazados y otro con los desplazadores. Pues, a fin de cuentas ¿son estas tribus en verdad tan diferentes?, ¿no aspiran a obtener los mismos beneficios simbólicos? Por eso Elena es tan interesante, porque se sitúa en un espacio político que es el de la seducción y el del cuerpo. Ese espacio no es ni griego ni troyano, es estético y erótico. Ella no desea el poder sino a los poderosos, pero no para participar de sus prebendas (aunque en parte sí) sino esencialmente para ponerlos a dormir entre sus piernas, rodeándoles de querubines caprinos que juegan con los símbolos del poder.
A mi amigo, que guarda siempre medio litro de miche, lo de Elena se le hace inverosímil; por eso mi palabreo inicial falla. Entonces recurro a otras estrategias, le digo que haga como David Palacios, quien, a pesar de estar en el extranjero, mandó obras para los tres salones. Además, insisto, como el tercer salón no es un salón sino un simulacro (aunque en esencia todo salón lo sea) no tiene nada que perder… al contrario, seguramente hará nuevos amigos. Quizás te encuentres con jóvenes luminarias como Angela Di Tilio, Niky Álvarez o Reiner Barners. Y si no, si nada de esto ocurre, piensa en todo caso que a Michelena nunca se le ha celebrado como es debido, que ningún salón le ha honrado como se debería, es decir, como un juste milieu. Los defensores del status quo lo quieren patéticamente, pero no a él ni a sus obras sino a su nombre y a lo que ese nombre significa por sus aparentes filiaciones históricas con el poder. Los defensores del nuevo status quo lo quieren por razones similares, como a un talismán que hay que abrazar para así enunciar la Verdad, la Ley y la Historia. Pero para las dos tribus las obras del maestro son más o menos lo mismo: un hueco sin velo y con fondo. En ese fondo descansa la mierda de todos los defensores de cualquier status quo.
Yo le digo a mi amigo que mejor lo celebramos al maestro como lo que era, como a un despechado por la Elena de sus bocetos y como a un aletargado por el miche pastoreño. Además celebraríamos también a Lastenia por sus brebajes y a la parisina Elena por el recuerdo atrabiliario de su imagen dibujada. Así, gracias a esa dimensión intermedia que se expande entre el alcohol y el guayabo, quizás dejaríamos la paja de hacer salones de arte con el nombre del maestro para planificar más bien borracheras colectivas o parciales, invirtiendo por fin el tiempo en verdaderos placeres que cualquier artista querrá seguir y saborear.
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